Y aún sentía sus sonrojadas mejillas acariciando las mías. Sus dedos apartándome aquel rebelde mechón que se posaba sobre mi frente, su aliento, e incluso los latidos de su corazón. Lo tenía todo almacenado en el recoveco más íntimo de mi memoria, porque sólo me quedaba eso; eso y y unas pobres fotos tristes y vacías.
Podía sentir la melancolía del viento que soplaba en mi cara. En mi cabeza seguían atormentándome sus envidiosas palabras y sus hipócritas lágrimas pero aún así me acerqué a la playa. Cuando llegué me senté sobre su toalla y le observé desde la lejanía; tenía la sensación de hasta poder percibir como cuando las olas le azotaban el cuerpo la sal se adhería a su torso y penetraba en cada uno de sus poros. Y esta vez, cuando salió del agua y se acercó sentí el calor de su mirada, el perfume embriagador de sus palabras, lo salado de sus caricias, el sonido de su belleza, lo brillante de su abrazo y la sutileza de sus labios.